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Thursday, November 24, 2005

Tiempos Aquellos

Por: Luis Cabrera

Soy alguien que vivió la niñez entre los 60 y 70s, y hace poco me preguntaron, ¿cómo es que pude sobrevivir? No soy distinto a otros, no soy sobrenatural, ni me siento poderoso, pero tal como están las cosas hoy en día, parece que hay una larga y peligrosa lista de cosas, que los de mi generación tuvimos que pasar para llegar con bien a estos modernos días. Bueno, pensándolo bien, después de leer lo siguiente, más de uno aceptará que los milagros existen.
Como cualquier niño en otras épocas, corríamos, jugábamos, sudábamos y teníamos sed. ¡Ah! Que deliciosa era el agua al natural. Prácticamente zambullíamos la cabeza en el manantial para calmar a nuestro necesitado cuerpo que clamaba por el vital líquido. En otros casos era la utilísima manguera que generosa nos brindaba su ayuda. Que yo recuerde, nadie me dijo que no podía tomar agua directamente de la manguera, es más, en el colegio existía uno de estos artilugios, que por su larga y azarosa vida había perdido rigidez y contaba con innumerables grietas por donde desesperados sedientos succionaban, ya que el extremo de la dichosa manguera casi siempre estaba en poder del grandote y abusivo líder de la camarilla.
¿Agua en botella..? Cuando una embotelladora en la capital anunció que venderían agua pura y limpia dentro de unas transparentes botellas de vidrio, no llegué a escandalizarme, pero sentí pena por las “locuras” de aquellos comerciantes. Recuerdo haber sugerido alejarlos de sus progenitoras, pues en su afán “empresarial”, podrían confundirlas con mercancía.
En aquellos entonces, tener un automóvil era realmente un lujo, casi diríamos la línea divisoria entre los de arriba y los de abajo, y digo casi, pues algunos de los de abajo, que no ostentaban ningún linaje en sus apellidos, con gran esfuerzo habían adquirido una proletaria camioneta, que igual servía para transportar mercancías como personas; quienes igual que ovejas se apretujaban en la pequeña caja intercambiando olores y sudores. Cosa curiosa, en aquellos tiempos, los niños soñábamos con el día en que pudiéramos mostrar nuestras camisas empapadas de sudor a la altura de las axilas, era como el símbolo de haber ingresado al exclusivo mundo de los mayores, en la cual las mujeres privilegiaban el fuerte olor varonil, las manos ásperas y un par de fuertes brazos.
Pero regresando al recuerdo de aquellos antiguos artilugios motorizados, auto, camión o camioneta; estos no tenían cinturón de seguridad y un paseo en ellos era el justo pago a un día de obediencias. Hay que precisar que el paseo perdía su encanto si se nos confinaba al interior de la cabina, la diversión estaba en la parte de atrás donde ni asientos ni cinturones de seguridad habían. Las emociones pasaban a mayores cuando el hermano de mamá, que era el dueño del carro, enfilaba a las afueras de la ciudad, por caminitos que más conocían de patas de burro, caballos o vacas, que de ruedas de caucho. Era tal el festejo, que duraba semanas en nuestro henchido pecho, cuando contábamos las andanzas de nuestro “tío héroe”.
¿Cunas? Que yo recuerde, según me lo describió mi madre, cuando me dijo que no podía tratar de pobres a otros niños; primero dormí en una humilde pero hermosa canasta, luego cuando al gatear quería ganar libertad, una enorme caja de cartón se convirtió en mi habitación y en mi encierro, claro que en las noches tenía un lugar en el catre de mis padres, justo en el rincón que estaba pegado a la pared, por aquello de las caídas o por temor a que mis cortos días de vida terminaran en un ahogamiento.
El catre, era aquella cama de fierro y alambres entretejidos que sostenían un colchón de lana. Estaban decorados con brillantes y juguetones colores de pintura a base de plomo. Descascarar la pintura de los barrotes del catre era tan divertido como descabezar a los soldaditos de plomo que el abuelo me regaló en un cumpleaños.
Los niños no conocíamos de diferencias sociales, igual éramos amigos del hijo de la lavandera, del peón de la casa o del hijo del dueño de la única fábrica en la ciudad. No importaba que alguno no tuviera bicicleta, pues la podíamos rentar por algunas monedas y participar de unas frenéticas carreras…, sin cascos y esquivando las pedradas de algunas viejecitas que creían que estos aparatos de dos ruedas con un niño encima eran un “engendro del demonio”.
La calle, el barrio, la esquina o el bosque cercano conocían más de nosotros y de nuestras andanzas. Pasar un día dentro del hogar, era como cumplir una larga condena carcelaria. Nos dejaban salir a jugar con la promesa de no alejarnos y regresar temprano, cuanto menos antes del grito de “!hora de comer!”. Recuerdo que rara vez alcancé el plato de comida caliente. Sin embargo; nunca dejé de correr como el mejor de los atletas tras el mil veces parchado balón de fútbol. Y vaya que si corríamos, pues solo así podíamos poner distancia entre el cinturón de papá y nuestra pequeña humanidad.
¿El estudio? Claro que asistíamos a la escuela, lo hacíamos en dos turnos, en la mañana y en la tarde. Regresábamos a casa al medio día para almorzar; en los centros escolares no habían cafeterías, ni nosotros conocíamos de loncheras, tampoco existían autobuses escolares y muy pocos privilegiados tenían una bicicleta para el uso diario. En mi caso, caminaba en cuatro oportunidades diariamente la poco despreciable distancia de 2 kilómetros; sin contar que volvería a caminar casi religiosamente, con toda la palomilla, al entrar la noche, por calles y plazas en busca de aventuras y… hasta de niñas…
A mi padre le disgustaba enormemente llegar a casa antes que su primogénito. Pero… más allá de la rabieta y amenazas, poco hacía para ubicar al “pata de perro”. Después de todo siempre regresaba, aunque sigilosamente, con la complicidad de “chusco”, mi perro de cabecera, quien esperaba por mí todas las noches para poder dormir bajo el calor del hogar.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, las preguntas de rigor: “¿A que hora regresaste? ¿Dónde estuviste? Pero, no podían recriminarme el no haber avisado que llegaría tarde. No había teléfonos, menos celulares y mi padre era un convencido de que las malas noticias, cuando existían no conocían de tiempos ni de distancias.
Claro que también había contratiempos, caídas, huesos rotos, dientes perdidos, en fin… accidentes; quizá en el parque, en la casa de un amigo, en la calle. ¿Culpables? ¡Pues quien más que el mal herido! Tarde o temprano recibiría el merecido castigo. Tendría que enfrentar un hogareño juicio sumario, sin abogado que me defienda, pues el caso era perdido; además por esos accidentes no se demandaba a nadie.
Comíamos casi cualquier cosa. Las papas se freían en manteca de puerco, y hablando de los cochinitos, que ricos eran esos chicharrones de la abuela. Para calmar la sed, el refresco bien azucarado, era lo mejor, es que… éramos niños. Cuando los adultos querían quedar bien con nosotros, teníamos un banquete de chocolates, caramelos, algodón de azúcar o cuanta melosa golosina existiera. ¿Sobrepeso? Aparte del “gordo” Juan que llegaba antes de la hora de la merienda a su casa, todos los demás “amigotes” que yo recuerdo, éramos en ese entonces competencia de las avispas. Agiles, escurridizos, incansables, teníamos como compañero de juegos al mismo viento.
Un chiflido era la señal para todos acudir al punto de reunión. A ese enclave de amigos, que casi siempre ostentaban como galardones algunos ojos morados. Defender a un amigo como hacer valer un gol, era fuerte cuestión de honor.
Claro que eran otras épocas, y que bueno, pues aunque no teníamos Playstation, Nitendo, XBox, juegos de video, incontables canales de televisión por satélite, DVD Player, Home Teather con surround sound, celulares, computadoras, internet y otros símbolos de la modernidad, si teníamos amigos y de aquellos que realmente podíamos llamar amigos.
Andábamos ahí afuera, solos ante el mundo, sin guardián; o solo con “chusco” que se entretenía persiguiendo perrunas damiselas. ¿Solos ante el peligro…? Que va, era tan sencillo como caminar por esas calles quizá angostas pero no ajenas, buscar a los niños del barrio rival, retarlos a dirimir diferencias en un “partidito de fútbol”. No siempre había una pelota de cuero, pero para el caso bien servía una de plástico, no había necesidad de ir hasta el lejano centro deportivo construido por la ciudad; con unas piedras a modo de imaginarios pórticos en medio de la calle era suficiente. Todavía recuerdo esa señal de advertencia para detener el enfrentamiento callejero ¡Carro!.
No siempre jugaban todos, ni habían traumas por ello. Era como en el estudio, no todos eran brillantes estudiantes y no se perdía amigos por repetir el año escolar. No habían psicólogo que se ocuparan de nuestros casos, por lo tanto no podían decirle a nadie que estuviera sufriendo de dislexia.
De lo que no te salvabas era de la golpiza que te daba tu padre por repetir de año escolar. Nadie de Derechos Humanos presentaba un recurso de Amparo a tu favor y los policías se reían de ti si se te ocurría la penosa idea de presentar una demanda por violencia intrafamiliar. Mejor era guardar silencio y a modo de consuelo, reconocerse como el único culpable.
Así éramos nosotros cuando niños. Los de este tiempo posiblemente digan que éramos aburridos y se preguntarán como es que pudimos vivir con todas esas privaciones, pero… la verdad es que éramos felices...
Y es que en el tiempo de la niñez, los de arriba y los de abajo sonrien, aunque cada quien a su manera.

Saturday, November 05, 2005

El niño y la flor


Por: Luis Cabrera

Apareció de pronto, como el viento andino, que llega silbando para juguetear con una que otra raquítica rama del desaliñado y vetusto árbol, que se mantiene como puede en la creencia de poder enfrentar el mandato del tiempo. Tenía un caminar cadencioso, obligado por las imperfecciones del también viejo y empedrado sendero; parecía no llevar prisa y quizá su sentido de urgencia estaba más en el compromiso de llegar con bien. Sus diminutos zapatos producían un acompasado tap tap, que rompía el silencio habitual de las lomas andinas.
Era solo un niño de rostro adusto, huraño, desconfiado, dispuesto al enfrentamiento con quien osara perturbar sus más recónditos pensamientos. Si bien sus inexpresivas mejillas, quebradas por el duro frío andino, contaban de tristes penurias; sus pequeñas, regordetas y también maltratadas manitas traían todo un mensaje de amor en la hermosura de la flor que sostenían.
El fotógrafo, impactado por lo que suponía una escena poco habitual, conminó al crío a detenerse para la foto perpetuadora, sin embargo, tuvo que recurrir a la suplica ante esos negros e impenetrables ojos.
El de la cámara…, estaba conmovido. «¡Que belleza de espíritu a tan corta edad!» vociferaba.
El niño detuvo su paso y dibujó un halo de tristeza momentánea, no habló, miró al hombre del lente y con un gesto lo apresuró a cumplir con su cometido.
Tras el chasquido del obturador de la cámara, que fue copiada juguetonamente por el eco cercano, el pequeño personaje reanudó su marcha añadiéndole a su perturbadora imagen un gesto de fastidio. Se veía tan seguro de si mismo, que volvieron a escucharse los tap, tap de su ahora apresurado andar.
El fotógrafo, reaccionó tarde para el agradecimiento, pero igual apretó el paso para dar alcance al precoz infante. Su corazón latió apresuradamente por el esfuerzo, la poca costumbre a las alturas y por el indescifrable gesto del niño y la flor.
Le ofreció una propina, pero no la aceptó. Entonces la insistencia se transformó en orden, y el niño aceptó, pero no dijo gracias, no era necesario, su dignidad no se lo permitía; solo guardó la moneda entre sus manos y la flor y siguió su camino…, adusto y sin alegría en el rostro.
El hombre quedó marcado para siempre con la imagen del niño, pero le incomodaba su falta de palabra. ¿Quizá no sabe español? ¿Pero y el quechua..? se preguntaba. En los Andes el lenguaje salido de los labios puede ser irrelevante. Entre las alturas se habla con el viento, con el sol, con la "Pacha Mama"(1)… solo con los ojos… solo con los gestos… incluso con las lágrimas.
¿Y la flor…? ¿Acaso él comprendía de belleza? ¿Era quizá para su madre? De ser así, este niño era de nobles sentimientos, de alma sana y pura. ¿Pero, porqué esa tristeza?
En las alturas de los Andes, la voz viene de entre los cerros, viaja en el viento, navega en los riachuelos, se posa en las rocas y los pájaros la vuelven a remontar a las montañas. Su lenguaje la entienden grandes y pequeños y saben cuando la "Pacha Mama" gime de dolor, como cuando sus hijos, aquellos que crió por centurias en sus amorosas faldas, se olvidaron que eran hermanos, y se mataron entre ellos y sin saber porqué.
Ahí donde el sol se guarda entre los nevados, hace ya mucho tiempo se ha dejado de sonreír. ¿Cuanto hace que la alegría se fue con el mal viento? Fue bajo el amparo de la noche, cuando llegaron los mensajeros de la muerte y se robaron la ya poca alegría que quedaba.
Y es que antes, también llegaron a robarse la alegría; antes de que llegaran las balas, los encapuchados, los uniformados y las comisiones investigadoras. Alguna vez, la tristeza llegó cuando el mestizo bien vestido pensó que era obra de bien llevar «civilización», pero con el llegaron también quienes se apropiaron de sus pertenencias, quienes los llamaron «serranos»(2) y los explotaron en sus propias tierras.
Otros llegaron, dizque a liberarlos, pero los pusieron en la línea de avanzada de sus enajenadas «fuerzas populares». Dejaron de ser «serranos» para ser «camaradas». Lo malo fue que los del otro pago, al otro recodo del río, fueron ganados por los otros libertadores y esos «serranos» se convirtieron en «ronderos»(3); claro que ellos también en línea de avanzada.
Cuando ya no hubo más «camaradas» ni «ronderos», se fueron los encapuchados y los uniformados. Entonces solo quedaron el viejo árbol, el camino empedrado, y el cementerio en la parte alta de la loma, ahí donde se esfuerza en llegar el niño y su flor..

1.- Palabra quechua: Madre tierra
2.- Forma despectiva de llamar a los habitantes de las sierras peruanas
3.- Paramilitares armados por el gobierno para enfrentar a Sendero Luminoso