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Monday, March 18, 2013

Espérame en el Cielo…

Carlos Valverde "El Abuelo"
Por: Luis Cabrera

Siempre he deseado poder tener tiempo para escribir, pero ahora que realmente lo que me sobra es tiempo, no se como empezar la gran historia que por años anidé en algún remoto enclave neuronal de mi atosigado cerebro.
Esa interminable cadena de escenas que por años pugnaban por escapar del confinamiento a las que sin culpa estaban condenadas, hoy que les doy la libertad de poder contar sus historias, decir sus verdades, encantar con sus cuentos… prefieren permanecer calladas, en las penumbras de las partes más oscuras de mis trasnochados pensamientos.
Supongo que en la búsqueda de explicaciones o de culpables, yo tengo el rol protagónico. Puede ser la venganza de estas historias postergadas, aquellas que el tiempo las fue apretujando en el olvido, pero por esas inexplicables sentencias de los ciclos cumplidos, aun cuando lo desean… no pueden morir.
Cuando ellas asomaron a la vida entre mis alborotadas neuronas, eran posibles jóvenes historias. Algunas querían contar como llegaron a tener vida por causa del amor. Otras sin embargo, preferían olvidar sus orígenes. El caso es que eran varias con el mismo cuento, pues yo nunca pude resignarme a ser parte de una sola historia de amor.
Parece que estas enamoradas historias estaban tan confundidas como el protagonista, que sin darme cuenta, terminamos, mis historias y yo, en una inaceptable orfandad de amor. La tácita aceptación de soledad implicaba el final del ciclo liberador de mis historias de amor, sin embargo, no era yo quien pudiera haber aceptado a la soledad por compañera. Triste destino o sentencia de vida para historias que jamas conocerán el capítulo final.
Sin embargo, con el nacimiento de un nuevo día, también empieza una nueva historia o alguna intenta su final. Hoy que por fin creo poder escribir, un viejo y casi olvidado impulso rebelde hace acto de presencia cuando acompañando al sorbo de café, una infausta noticia rasga insensible la mañana, que hasta este momento… era fresca y respirable.
El “Abuelo” era como lo llamábamos, solo porque era el que más años de edad tenia en el grupo de amigos. Pero, nada es mas falso, cuando la verdad define su imperio. Carlos, era su nombre y era el más jovial, el soñador y el que más enredos tenia por su honesta forma de ser. Ilusionado con una entretenida y larga vida, curtido buscador de aventuras… Dice la noticia, que por fin pudo cerrar un ciclo vital en su propia existencia.
Por largos 32 años, le dio mil vueltas a su única e inconclusa historia de amor. La incomprensión de unos padres protectores lo obligaron a separarse de la más grande ilusión de su vida.
Intentó caminar por caminos impuestos arbitrariamente. Lleno de dolor se impuso a no regresar sobre sus pasos, pues le aseguraron que así garantizaría la felicidad de la mujer que amaba.
Repitiendo esta oración: “Que sea feliz, aunque no sea a mi lado…” intentó mil formas de alejarse. Y cuando finalmente creía haber logrado ganar distancia… comprendió que no podía en esa lucha y volteo la mirada hacia donde se le quedaba el corazón.
El valor se posesionó de él, el orgullo hinchó su pecho, y regresó presto, decidido a dar la batalla final. Ensayó mil frases, mil gestos y prometió no llorar. Corrió cuanto pudo, alcanzó el umbral de aquella puerta que antes se había cerrado a sus espaldas. La puerta volvió a abrirse, pero solo para escupir la insensible noticia:
—“Ella ya partió a hacer su vida”.
Los días se hicieron noches y ellas largas letanías. Las calles consumieron sus pasos y los años su juventud, andando la buscaba, y buscando la amaba… pues tenía la certidumbre de que esta lucha el la sabría vencer.
¿Y ella..? Cruel mentira, no partió a hacer otra vida, salió tras la única que conocía y se perdió en el intento. Día a día, noche a noche, buscó sin desmayo. Preguntó por el amor y avanzó de esquina en esquina con la seguridad de que en el siguiente recodo, allí si estaría.
Cuando todo parecía perdido, ambos decidieron buscar un hombro donde apoyar el peso de sus penas y esperaron a la primera persona que se cruzara con ellos. ¿Casualidad… o destino? Ella estaba allí, él estaba frente a ella. Los 32 años de búsqueda terminaron con un homenaje al amor. Las miradas se hicieron una sola y lloraron tanto como se amaron. Finalmente, parecía que se cerraba el ciclo y encontraban la felicidad.
Lo que nunca calcularon, es que para el “Abuelo” el ciclo mayor, aquel que empieza al nacer; coincidente e indolente…, también marcaba su gran final. Convirtiendo a nuestro entrañable amigo en parte de los recuerdos y un motivo más de odio al cáncer que se lo llevó.
Aida, la mujer de su vida, aquella que buscó al amor perdido por 32 años, ahora muy segura y llena de emoción dice en una canción
—“Espérame en el cielo corazón”.
La noticia me llegó en pleno debate neuronal. Mis historias, nuevamente postergarán su final. Son irrelevantes frente a esta concluyente historia.
El “Abuelo” como antes en la juventud, ahora nos prepara el camino para enfrentar el capítulo final de nuestra propia historia de vida. Ahí, al final del camino nos volveremos a encontrar, pues él como siempre protector y preocupado por las comodidades de sus amigos, estará presto para mostrarnos con el desparpajo de siempre, la luz después de la vida…
Si no hay más que esta vida, y el “Abuelo” no pueda mostrarnos esa otra existencia…, entonces sería la peor de las infamias, pues el vivió toda una vida de preparación para ganarse un lugar en ese prometido lugar de ensueño.

Wednesday, January 02, 2008

Grandes enigmas de la humanidad

1. ¿Por qué si Tarzán vive en la selva, siempre estaba bien afeitado?

2. ¿Por qué los Picapiedras festejaban Navidad si vivían en una época antes de Cristo?

3. ¿Por qué la serie se llamaba “Misión Imposible”, si ellos siempre conseguían realizar las misiones?

4. ¿Por qué los filmes de batallas espaciales tienen explosiones tan ruidosas, si el sonido no se propaga en el vacío?

5. ¿Por qué aquel filme con Kevin Costner se llama “Danza con “Lobos”, si sólo aparece un único lobo durante toda la historia?

6. ¿Si los hombres son todos iguales, por qué las mujeres eligen tanto?

7. ¿Por qué las mujeres abren la boca cuando están pasándose alguna crema en la cara?

8. ¿Si el vino es líquido, como puede ser seco?

9. ¿Cómo se escribe el cero en números romanos?

10. ¿Por qué las lunas de otros planetas tienen nombre, pero la nuestra se llama luna?

11. ¿Por qué cuando alguien llama por teléfono a un número equivocado nunca está ocupado?

12. ¿Por qué las personas aprietan el control remoto con más fuerza, cuando se está quedando sin BATERÍAS?

13. ¿El instituto que emite los certificados de calidad ISO 9000 tiene calidad certificada por quién?

14. ¿Por qué cuando aparece en la computadora la frase “Teclado No Instalado”, al mismo tiempo se solicita que apriete cualquier tecla?

15. ¿Por qué cuando usted para en un semáforo en rojo, tiene siempre alguien en el auto de al lado con el dedo en la nariz?

17. ¿Si después de ducharnos estamos limpios, por qué lavamos la toalla?

18. ¿Por qué hay gente que despierta a otros para preguntar si estaban durmiendo?

y por último.... ¿de dónde saca el dinero la luna para salir...TODAS LAS NOCHES?

author: Pedro # via: bligter.com

Thursday, November 24, 2005

Tiempos Aquellos

Por: Luis Cabrera

Soy alguien que vivió la niñez entre los 60 y 70s, y hace poco me preguntaron, ¿cómo es que pude sobrevivir? No soy distinto a otros, no soy sobrenatural, ni me siento poderoso, pero tal como están las cosas hoy en día, parece que hay una larga y peligrosa lista de cosas, que los de mi generación tuvimos que pasar para llegar con bien a estos modernos días. Bueno, pensándolo bien, después de leer lo siguiente, más de uno aceptará que los milagros existen.
Como cualquier niño en otras épocas, corríamos, jugábamos, sudábamos y teníamos sed. ¡Ah! Que deliciosa era el agua al natural. Prácticamente zambullíamos la cabeza en el manantial para calmar a nuestro necesitado cuerpo que clamaba por el vital líquido. En otros casos era la utilísima manguera que generosa nos brindaba su ayuda. Que yo recuerde, nadie me dijo que no podía tomar agua directamente de la manguera, es más, en el colegio existía uno de estos artilugios, que por su larga y azarosa vida había perdido rigidez y contaba con innumerables grietas por donde desesperados sedientos succionaban, ya que el extremo de la dichosa manguera casi siempre estaba en poder del grandote y abusivo líder de la camarilla.
¿Agua en botella..? Cuando una embotelladora en la capital anunció que venderían agua pura y limpia dentro de unas transparentes botellas de vidrio, no llegué a escandalizarme, pero sentí pena por las “locuras” de aquellos comerciantes. Recuerdo haber sugerido alejarlos de sus progenitoras, pues en su afán “empresarial”, podrían confundirlas con mercancía.
En aquellos entonces, tener un automóvil era realmente un lujo, casi diríamos la línea divisoria entre los de arriba y los de abajo, y digo casi, pues algunos de los de abajo, que no ostentaban ningún linaje en sus apellidos, con gran esfuerzo habían adquirido una proletaria camioneta, que igual servía para transportar mercancías como personas; quienes igual que ovejas se apretujaban en la pequeña caja intercambiando olores y sudores. Cosa curiosa, en aquellos tiempos, los niños soñábamos con el día en que pudiéramos mostrar nuestras camisas empapadas de sudor a la altura de las axilas, era como el símbolo de haber ingresado al exclusivo mundo de los mayores, en la cual las mujeres privilegiaban el fuerte olor varonil, las manos ásperas y un par de fuertes brazos.
Pero regresando al recuerdo de aquellos antiguos artilugios motorizados, auto, camión o camioneta; estos no tenían cinturón de seguridad y un paseo en ellos era el justo pago a un día de obediencias. Hay que precisar que el paseo perdía su encanto si se nos confinaba al interior de la cabina, la diversión estaba en la parte de atrás donde ni asientos ni cinturones de seguridad habían. Las emociones pasaban a mayores cuando el hermano de mamá, que era el dueño del carro, enfilaba a las afueras de la ciudad, por caminitos que más conocían de patas de burro, caballos o vacas, que de ruedas de caucho. Era tal el festejo, que duraba semanas en nuestro henchido pecho, cuando contábamos las andanzas de nuestro “tío héroe”.
¿Cunas? Que yo recuerde, según me lo describió mi madre, cuando me dijo que no podía tratar de pobres a otros niños; primero dormí en una humilde pero hermosa canasta, luego cuando al gatear quería ganar libertad, una enorme caja de cartón se convirtió en mi habitación y en mi encierro, claro que en las noches tenía un lugar en el catre de mis padres, justo en el rincón que estaba pegado a la pared, por aquello de las caídas o por temor a que mis cortos días de vida terminaran en un ahogamiento.
El catre, era aquella cama de fierro y alambres entretejidos que sostenían un colchón de lana. Estaban decorados con brillantes y juguetones colores de pintura a base de plomo. Descascarar la pintura de los barrotes del catre era tan divertido como descabezar a los soldaditos de plomo que el abuelo me regaló en un cumpleaños.
Los niños no conocíamos de diferencias sociales, igual éramos amigos del hijo de la lavandera, del peón de la casa o del hijo del dueño de la única fábrica en la ciudad. No importaba que alguno no tuviera bicicleta, pues la podíamos rentar por algunas monedas y participar de unas frenéticas carreras…, sin cascos y esquivando las pedradas de algunas viejecitas que creían que estos aparatos de dos ruedas con un niño encima eran un “engendro del demonio”.
La calle, el barrio, la esquina o el bosque cercano conocían más de nosotros y de nuestras andanzas. Pasar un día dentro del hogar, era como cumplir una larga condena carcelaria. Nos dejaban salir a jugar con la promesa de no alejarnos y regresar temprano, cuanto menos antes del grito de “!hora de comer!”. Recuerdo que rara vez alcancé el plato de comida caliente. Sin embargo; nunca dejé de correr como el mejor de los atletas tras el mil veces parchado balón de fútbol. Y vaya que si corríamos, pues solo así podíamos poner distancia entre el cinturón de papá y nuestra pequeña humanidad.
¿El estudio? Claro que asistíamos a la escuela, lo hacíamos en dos turnos, en la mañana y en la tarde. Regresábamos a casa al medio día para almorzar; en los centros escolares no habían cafeterías, ni nosotros conocíamos de loncheras, tampoco existían autobuses escolares y muy pocos privilegiados tenían una bicicleta para el uso diario. En mi caso, caminaba en cuatro oportunidades diariamente la poco despreciable distancia de 2 kilómetros; sin contar que volvería a caminar casi religiosamente, con toda la palomilla, al entrar la noche, por calles y plazas en busca de aventuras y… hasta de niñas…
A mi padre le disgustaba enormemente llegar a casa antes que su primogénito. Pero… más allá de la rabieta y amenazas, poco hacía para ubicar al “pata de perro”. Después de todo siempre regresaba, aunque sigilosamente, con la complicidad de “chusco”, mi perro de cabecera, quien esperaba por mí todas las noches para poder dormir bajo el calor del hogar.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, las preguntas de rigor: “¿A que hora regresaste? ¿Dónde estuviste? Pero, no podían recriminarme el no haber avisado que llegaría tarde. No había teléfonos, menos celulares y mi padre era un convencido de que las malas noticias, cuando existían no conocían de tiempos ni de distancias.
Claro que también había contratiempos, caídas, huesos rotos, dientes perdidos, en fin… accidentes; quizá en el parque, en la casa de un amigo, en la calle. ¿Culpables? ¡Pues quien más que el mal herido! Tarde o temprano recibiría el merecido castigo. Tendría que enfrentar un hogareño juicio sumario, sin abogado que me defienda, pues el caso era perdido; además por esos accidentes no se demandaba a nadie.
Comíamos casi cualquier cosa. Las papas se freían en manteca de puerco, y hablando de los cochinitos, que ricos eran esos chicharrones de la abuela. Para calmar la sed, el refresco bien azucarado, era lo mejor, es que… éramos niños. Cuando los adultos querían quedar bien con nosotros, teníamos un banquete de chocolates, caramelos, algodón de azúcar o cuanta melosa golosina existiera. ¿Sobrepeso? Aparte del “gordo” Juan que llegaba antes de la hora de la merienda a su casa, todos los demás “amigotes” que yo recuerdo, éramos en ese entonces competencia de las avispas. Agiles, escurridizos, incansables, teníamos como compañero de juegos al mismo viento.
Un chiflido era la señal para todos acudir al punto de reunión. A ese enclave de amigos, que casi siempre ostentaban como galardones algunos ojos morados. Defender a un amigo como hacer valer un gol, era fuerte cuestión de honor.
Claro que eran otras épocas, y que bueno, pues aunque no teníamos Playstation, Nitendo, XBox, juegos de video, incontables canales de televisión por satélite, DVD Player, Home Teather con surround sound, celulares, computadoras, internet y otros símbolos de la modernidad, si teníamos amigos y de aquellos que realmente podíamos llamar amigos.
Andábamos ahí afuera, solos ante el mundo, sin guardián; o solo con “chusco” que se entretenía persiguiendo perrunas damiselas. ¿Solos ante el peligro…? Que va, era tan sencillo como caminar por esas calles quizá angostas pero no ajenas, buscar a los niños del barrio rival, retarlos a dirimir diferencias en un “partidito de fútbol”. No siempre había una pelota de cuero, pero para el caso bien servía una de plástico, no había necesidad de ir hasta el lejano centro deportivo construido por la ciudad; con unas piedras a modo de imaginarios pórticos en medio de la calle era suficiente. Todavía recuerdo esa señal de advertencia para detener el enfrentamiento callejero ¡Carro!.
No siempre jugaban todos, ni habían traumas por ello. Era como en el estudio, no todos eran brillantes estudiantes y no se perdía amigos por repetir el año escolar. No habían psicólogo que se ocuparan de nuestros casos, por lo tanto no podían decirle a nadie que estuviera sufriendo de dislexia.
De lo que no te salvabas era de la golpiza que te daba tu padre por repetir de año escolar. Nadie de Derechos Humanos presentaba un recurso de Amparo a tu favor y los policías se reían de ti si se te ocurría la penosa idea de presentar una demanda por violencia intrafamiliar. Mejor era guardar silencio y a modo de consuelo, reconocerse como el único culpable.
Así éramos nosotros cuando niños. Los de este tiempo posiblemente digan que éramos aburridos y se preguntarán como es que pudimos vivir con todas esas privaciones, pero… la verdad es que éramos felices...
Y es que en el tiempo de la niñez, los de arriba y los de abajo sonrien, aunque cada quien a su manera.

Saturday, November 05, 2005

El niño y la flor


Por: Luis Cabrera

Apareció de pronto, como el viento andino, que llega silbando para juguetear con una que otra raquítica rama del desaliñado y vetusto árbol, que se mantiene como puede en la creencia de poder enfrentar el mandato del tiempo. Tenía un caminar cadencioso, obligado por las imperfecciones del también viejo y empedrado sendero; parecía no llevar prisa y quizá su sentido de urgencia estaba más en el compromiso de llegar con bien. Sus diminutos zapatos producían un acompasado tap tap, que rompía el silencio habitual de las lomas andinas.
Era solo un niño de rostro adusto, huraño, desconfiado, dispuesto al enfrentamiento con quien osara perturbar sus más recónditos pensamientos. Si bien sus inexpresivas mejillas, quebradas por el duro frío andino, contaban de tristes penurias; sus pequeñas, regordetas y también maltratadas manitas traían todo un mensaje de amor en la hermosura de la flor que sostenían.
El fotógrafo, impactado por lo que suponía una escena poco habitual, conminó al crío a detenerse para la foto perpetuadora, sin embargo, tuvo que recurrir a la suplica ante esos negros e impenetrables ojos.
El de la cámara…, estaba conmovido. «¡Que belleza de espíritu a tan corta edad!» vociferaba.
El niño detuvo su paso y dibujó un halo de tristeza momentánea, no habló, miró al hombre del lente y con un gesto lo apresuró a cumplir con su cometido.
Tras el chasquido del obturador de la cámara, que fue copiada juguetonamente por el eco cercano, el pequeño personaje reanudó su marcha añadiéndole a su perturbadora imagen un gesto de fastidio. Se veía tan seguro de si mismo, que volvieron a escucharse los tap, tap de su ahora apresurado andar.
El fotógrafo, reaccionó tarde para el agradecimiento, pero igual apretó el paso para dar alcance al precoz infante. Su corazón latió apresuradamente por el esfuerzo, la poca costumbre a las alturas y por el indescifrable gesto del niño y la flor.
Le ofreció una propina, pero no la aceptó. Entonces la insistencia se transformó en orden, y el niño aceptó, pero no dijo gracias, no era necesario, su dignidad no se lo permitía; solo guardó la moneda entre sus manos y la flor y siguió su camino…, adusto y sin alegría en el rostro.
El hombre quedó marcado para siempre con la imagen del niño, pero le incomodaba su falta de palabra. ¿Quizá no sabe español? ¿Pero y el quechua..? se preguntaba. En los Andes el lenguaje salido de los labios puede ser irrelevante. Entre las alturas se habla con el viento, con el sol, con la "Pacha Mama"(1)… solo con los ojos… solo con los gestos… incluso con las lágrimas.
¿Y la flor…? ¿Acaso él comprendía de belleza? ¿Era quizá para su madre? De ser así, este niño era de nobles sentimientos, de alma sana y pura. ¿Pero, porqué esa tristeza?
En las alturas de los Andes, la voz viene de entre los cerros, viaja en el viento, navega en los riachuelos, se posa en las rocas y los pájaros la vuelven a remontar a las montañas. Su lenguaje la entienden grandes y pequeños y saben cuando la "Pacha Mama" gime de dolor, como cuando sus hijos, aquellos que crió por centurias en sus amorosas faldas, se olvidaron que eran hermanos, y se mataron entre ellos y sin saber porqué.
Ahí donde el sol se guarda entre los nevados, hace ya mucho tiempo se ha dejado de sonreír. ¿Cuanto hace que la alegría se fue con el mal viento? Fue bajo el amparo de la noche, cuando llegaron los mensajeros de la muerte y se robaron la ya poca alegría que quedaba.
Y es que antes, también llegaron a robarse la alegría; antes de que llegaran las balas, los encapuchados, los uniformados y las comisiones investigadoras. Alguna vez, la tristeza llegó cuando el mestizo bien vestido pensó que era obra de bien llevar «civilización», pero con el llegaron también quienes se apropiaron de sus pertenencias, quienes los llamaron «serranos»(2) y los explotaron en sus propias tierras.
Otros llegaron, dizque a liberarlos, pero los pusieron en la línea de avanzada de sus enajenadas «fuerzas populares». Dejaron de ser «serranos» para ser «camaradas». Lo malo fue que los del otro pago, al otro recodo del río, fueron ganados por los otros libertadores y esos «serranos» se convirtieron en «ronderos»(3); claro que ellos también en línea de avanzada.
Cuando ya no hubo más «camaradas» ni «ronderos», se fueron los encapuchados y los uniformados. Entonces solo quedaron el viejo árbol, el camino empedrado, y el cementerio en la parte alta de la loma, ahí donde se esfuerza en llegar el niño y su flor..

1.- Palabra quechua: Madre tierra
2.- Forma despectiva de llamar a los habitantes de las sierras peruanas
3.- Paramilitares armados por el gobierno para enfrentar a Sendero Luminoso